Érase una vez, cuando me divorcié de Flor la primera vez, allá por 1975, solo tuve el deseo de abandonar el hogar, amargo hogar, solamente con mi colección clásica de discos y equipo de sonido (uno profesional con super bocinas 5 estrellas Mc Intosh). Los discos de vinil, los guardé en casa de mi tío Rafael Piedrasanta Arandi y el equipo y bocinas las llevé a “El Barcito”.
Mi lugar único y predilecto (junto con Américan Hamburguer) era El Barcito y al que iba todas las noches a emborracharme y jugar dardos. Pláticas no las practicaba mucho pues no me gustaba relacionarme con nadie, aunque no sé por qué la gente me buscaba para platicar, me decían Maestro. Esas épocas de “Jesús frick”, solo cuando nos juntábamos con Vittorio Tassinari (el dueño), Marito Blanco (mi mecenas) y Pancho Echeverría (el psicólogo del grupo), es cuando aprovechábamos para cerrar el bar con los que hubieran logrado ingresar y se armaba el zafarrancho y el “coloquierío”.
Aclaro… yo nunca pagué un solo centavo por mis bebidas, que no eran pocas, pues como mínimo me tomaba unos diez “jaiboles” en cada noche, gracias a la amistad y a la música que sonaba tan bien en mi ex equipo, el de ese bar privado.
¡Ah tiempos “bolemios” aquellos! (“bolo” es en guatemaltequismo el individuo pasado de copas).
Por suerte que yo tenía un autito Mitsubishi Minica de 2 cilindros y 360 cc. que con el olor de gasolina humedeciendo un pañuelo, caminaba y me llevaba. Su “GPS” me regresaba a casa con piloto automático. Generalmente salía del Barcito custodiado por Guayito Bartolomé, el barman y muy amigo y guardián mío.
Una de esas madrugadas etílicas de las fiestas navideñas, salgo y me meto a mi carrito y cuál va a ser mi susto, sentado en el asiento de atrás estaba un perrazo color leonado claro. Mi carro no tenía vidrio en la ventana trasera del lado del copiloto y por allí se metió, seguramente huyendo de los cohetes. Inmediatamente el animal empieza a lamerme la cara y yo no pude sacarlo del carro ni con la ayuda de Guayito.
Yo vivía en una casa chica pero preciosa y con grandes jardines. Papayas, aguacates, flores, guacamayas, conejos y una perra linda raza Bull Terrier, con sus 8 perros que me había dado a guardar Francis (Pancho). Adentro de la casa estaba mi perrita, Petra, una Basset Hound de dos años y una pecera de 20 galones con 41 familias de peces y un ambiente acuático totalmente natural sin químicos, plásticos, oxígeno artificial ni nada. Ricardo Juárez me había regalado de su pecera, vegetación que tenía del Brasil, pues él fue quien me empatinó con eso de los peces y yo le gané con eso de un ecosistema natural. Esa pecera era mi Biblia. La leía todos los días un par de horas en la mañana.
Total, me llevo al “chucho” a la casa, allá en Bárcenas, a unos 30 kilómetros del bar. Abro el portón y meto el carro, bajo y cierro el portón, por aquello que el perrito quisiera escaparse. Había una entrada de unos 35 metros hasta el estacionamiento de casa y cuando bajo, baja conmigo también el nuevo inquilino.
Lo bautizo como LEO. Y él, como león por su selva. Inmediatamente hizo un recorrido por todo el terreno que era un poco menos de media hectárea y yo entro a casa. Leo mira a Petra, ella con la cola metida hasta el alma, -le llegaba a la panza al león gigante-, se deja humildemente y Leo la agarra firme y suavemente de su collar y la saca de la casa. ¡Qué tal, llegó el rey!
Leo realmente se sintió igual que yo… toda una vida juntos. Me entendía cuando lo llamaba por su nombre. Solo le faltaba hablar. Gran amigo y compañero. Me seguía a todas las labores domésticas y de jardinería, mientras que Petra auuuuuullaba afuera. ¡Ni modo, le tocó!
Así pasamos como dos semanas. En ese período, Leo me acompañaba al Barcito en las noches y me esperaba afuera cuidando el carro. Yo di voz de alarma para que se corriera que yo tenía un bello Rhodesiano Ridgeback. Era lógico que tenía dueños y de alcurnia. Yo amaba al bello compañero, pero me era imposible alimentarlo. Bobby Castillo (otro personaje del equipo) me regalaba desperdicios de hamburguesas del American Hamburguer (restaurante de Tassinari-Blanco-Castillo) pero eso no era lo que a él le gustaba.
Un día que yo había ido a la escuela de Agricultura de Bárcenas, cuando regreso me encontré a la muchachita que cuidaba mi casa cuando yo salía de día, una indita linda y típica modesta como son esos maravillosos quichecitos, me dice “don Freddy, vinieron unos jóvenes con un policía y dijeron que usted era un ladrón de perros y se llevaron a Leo a la fuerza, aunque él se fue contento”.
Después me enteré que andaban diciendo que yo vivía robando perros y que los tenía encerrados (lógicamente, en casa tenía 9 perros finos que eran de Francis, esos que con el terremoto murieron bajo los escombros del muro y Petra que no se quedaba atrás). El dueño era nieto de Bouscayrol Sarti, un personaje a quién yo realmente despreciaba. Me robó la institución para la investigación de la caña de azúcar, que yo formé en la Asociación de Azucareros de Guatemala, la que después bautizaron como Cengicaña.
Tan tán.