P-ANTOLOGÍAS DE ESTAMPAS QUE RELATO (15. RELATO DEL TURCO RUSO)

Había una vez, Una pareja de recién casados, que quisimos probar un contacto con los tales baños “Turco Rusos”. Paolita accedió con la curiosidad propia de las cosas nuevas e intrigantes.

Yo, presumiendo del origen de mi conocimiento de esos lugares, le contaba que, mi padrastro, cuando yo era joven (12 y 13 años), su rutina de los domingos a las 8 de la mañana -en punto-, era ir al “turco” que quedaba en la 13 calle A (¿?) en la zona 1, y lo acompañaba siempre y lo esperaba en la sala de espera.

Dos horas cuanto menos, y yo me ponía a hojear la revista periodística del semanario de los domingos de “La Hora” que ya no recuerdo su nombre propio. Debía esperar a que el padrastro alcanzara superar el mal causado por ser la pobre víctima del vicio, eliminar los rescoldos alcohólicos de todos los sábados. Siempre salía con “cara de pastel” y muy oloroso a limpio.

Mi Paolita, con sus casi cero kilómetros de experiencias externas a su encierro doméstico de 19 años, lógico era esperar que ella se ilusionara con las novedosas sugerencias de su hombre y guía.

Por el mercado de “La Parroquia” había uno de esos escenarios de limpieza interna y externa y un día, que se nos cruza y nosotros que lo atravesamos. No era muy de confiar, pero ya estando adentro, pedimos un apartado y nos lanzamos a la aventura.

El muchacho que nos atendió y nos llevó las toallas blancas nos indica… – “Ustedes le echan agua a las piedras calientes que están acá, y ella se vaporiza y se sube la temperatura ambiental. En este termómetro ustedes controlen que la temperatura no suba de 50 grados y no se excedan en agregar agua. Se hace cuidadosamente. Cualquier cosa me avisan…” y nosotros corre que corre a quitarnos los ropajes corporales y a sentarnos en el rinconcito de espera y descanso caliente.

Treinta, cuarenta… y se estancó. Faltaba vapor y más calor. Sentíamos la necesidad de someternos a un poco más de calor. Se soportaban sin inconvenientes los tales 40° c. y le echamos otro vaso de agua a las rocas igneas y a ver… 40, 45, 46, 47… y nos alarmamos pues no paraba de subir la temperatura y ya estaba en realidad en el límite de tolerancia.

Yo en mis adentros, ya preocupado pues me di cuenta que el vaso de agua fue demasiado, me siento con el síndrome del camote adentro. El termómetro continúa 50, 51… y ya no quise esperar más, le digo a mi Pao… cúbrase, voy a llamar al muchacho. Corro a abrir la puerta y cuál va a ser mi susto… se había cerrado con llave. La perilla no se movía. El calor sofocante. El vapor invadiendo todo intersticio de aire puro.  

¡Amigo, amigo, la puerta está bloqueada!, le grito. Le vuelvo a gritar… 55, 56, 57… – ¡auxilio…! ¿hay alguien allí? – … Y grito y grito. ¡NADA!, NADIE … ¡NADIE! Ya ambos dos estábamos sumidos en el síndrome del fondillo horrorizado. Zambos, ojos mitad de circunferencia por querer escapar de sus cuencas del puritito pánico, casi exhaustos, ya que moriríamos hervidos.  Gritando y ni cómo poder agarrar una de las rocas para con ellas golpear fuertemente la puerta para que así nos escucharan… estaban a más de 65 grados de temperatura.

Paolita llorando, yo me ando me ando etcétera… y con un sentimiento de culpa tremendo pues había empujado a mi ingenua amada a que nos metiéramos en esa aventura, la que seguramente era nuestro final…

Optamos por abrazarnos fuertemente, aunque nos quemábamos entre nosotros por nuestros calores corporales, pero ya resignados a que faltaba muy muy poco.

Doy mi último grito ya sofocado y ahogado en vapor…

El pinche buey que abre la puerta y me dice… “¡ustedes se están matando!”.

¡USTEDES!, TÚ CABRÓN, QUE NO ESTÁS ATENTO A LOS CLIENTES. Tenemos casi diez minutos de estarte gritando.

Tan tán.

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