El siguiente texto es un relato de José Agustín sobre Carlos Castaneda.
En 1968, un amigo me pasó un ejemplar de LAS ENSEÑANZAS DE DONJUAN, de Carlos Castaneda, que había publicado la Universidad de California y que era leído con verdadera fruición entre los hippies más despiertos. En esas épocas yo vivía mi primera fase psicodélica y Las enseñanzas resultó el mapa invaluable de un territorio desconocido y fascinante, el «nuevo mundo» de que hablaba Aldous Huxley. La idea de que uno podía comportarse como un guerrero y ser un hombre de conocimiento con la pequeña ayuda de los alucinógenos era lo que me recetaba el doctor, así es que cuando salió Una realidad aparte lo leí prendidísimo, y el libro también resultó clave para mí, además de que volví a agradecer la gran capacidad narrativa de Castaneda.
En especial, a mí me interesaba la cuestión de los sueños, o más bien de los grandes sueños, los somnia Deo missa. Por esas fechas yo vivía una gran etapa onírica muy intensa, aperplejante, y trataba de enfrentarla con mi arsenal junguiano. Por su parte, Castaneda daba una importancia tremenda a «ensoñar», o sea, inducir y manipular el contenido de los sueños a través del cese del diálogo interno. Esto, para mí, era novedad absoluta, pues siempre creí, como postula el psicoanálisis, que los sueños son enteramente autónomos (por eso el gruesísimo de san Agustín daba gracias a Dios de no ser responsable de sus sueños), y que la voluntad no puede manipularlos; pensaba que, salvo en la ciencia ficción, a nadie le es posible determinar qué va a soñar ni romper el sueño para entrar en otra realidad o en otro estado de percepción. Carlos desalentaba la idea de establecer paralelismos entre su «brujería tolteca» y el ocultismo o los caminos de liberación orientales.
En 1970, el subdirector del Fondo de Cultura Económica, Jaime García Terrés, se había echado un señor viaje de hongos que lo llevó a escribir su sensacional poema «Carne de Dios», y que lo metió en el interés por los alucinógenos con una debida coraza académica. Por tanto, compró los derechos de los libros de Castaneda (que entonces llegaban a Viaje a Ixtlán), le pidió la introducción del primero a Octavio Paz y la traducción de toda la serie a mi amigo Juan Tovar, que tenía un merecido prestigio de traductor chingón.
Un día, pocos años después, Juan y yo nos encontramos con Castaneda en el lobby del hotel de la Ciudad de México en el que se alojaba. Lo primero que me sorprendió, al verlo de lejos, fue el parecido que le encontré con Peter Lorre, el gran Joel Cairo de Casa-blanca.
Desde un principio, Carlos se mostró notablemente radiante, informal, afectuoso y generoso. De entrada, nos invitó a comer a la cafetería del hotel. La comida y la bebida no me supieron en lo más mínimo; la conversación ininterrumpida de Castaneda en verdad me alucinó. Después me di cuenta de que, como él con don Juan, debí llevar un bloc para anotar lo que decía, pues, con el carisma tremendo de Carlos y mi desatención natural, se me escaparon muchas cosas.
Llegamos a la cafetería a las tres de la tarde y salimos de allí después de la medianoche. Las horas no se sintieron y ni siquiera me dolieron las nalgas de tanto tiempo que estuve sentado. Más tarde comprendí que en realidad la mayor parte del tiempo Castaneda nos contó partes enteras de Viaje a Ixtlán, que aún no aparecía (Carlos había llevado un ejemplar que regaló a Juan, quien a su vez me lo pasó a mí tan pronto lo hubo leído). Nos habló de las drogas y, tal como asienta en Viaje a Ixtlán, nos indicó que don Juan no patrocinaba el uso de los alucinógenos; don Juan se los había dado a él porque «era muy brutito» y sólo así podía agarrar la onda. Carlos agregó que, para don Juan, la mariguana, como el toloache, era una yerba ?»femenina», voluble, caprichosa, pasional y tiránica. Todo eso me hizo suspirar, pero me pareció normal; yo mismo sabía que las drogas alucinógenas no eran panacea de ningún tipo y que habría que dejarlas en su debido momento, especialmente la mariguana; yo también, me decía, les había llegado por ?brutito?, porque no me quedaba otra en un momento terrible de mi vida.
Carlos, por su parte, no fumaba ni cigarros fresas; tampoco bebía, aunque se complacía viéndonos a gusto y nos invitaba cervezas y excelente vino importado. No tomaba café, ni refrescos embotellados. Además, me pareció peculiarísima su manera de hablar español, pues lo hacía con un acento imprecisable, con términos y dejos de varios países y el uso de expresiones muy peculiares como ?hijo de la gran flauta?, ?San Puta?, ?como Kiko y Kako?, etc.
Nos dijo desde entonces que había nacido en Brasil, pero que se educó en Argentina y que finalmente acabó estudiando antropología en la UCLA. Hablaba rápido, con enorme fluidez, sus ojos textualmente chisporroteaban al conversar y utilizaba todo el cuerpo para expresarse mejor. Comía poco y desgajaba las frutas de la forma más extraña; nunca supe, por ejemplo, por qué desechaba ciertas partes de la papaya.
Sin embargo, los medios consignaron la muerte de Castaneda en 1998. ¿Sí se murió o no se murió? Misterio. Nadie sabe. Ni sus alumnas de Los Ángeles. De repente me empezaron a llamar para preguntarme: Oye, ¿no has visto a Carlos? ¿No sabes dónde está? No sabía qué decirles, ¡ellas eran las que vivían con él! Yo pensé que todo eso era muy castanediano, carajo. Tenía dos hijos preciosos, Rodrigo y Gonzalo. Son buenos amigos míos hasta la fecha. Que yo sepa no siguieron sus pasos, se metieron en ondas académicas. Todavía Rodrigo me fue a ver cuando yo estaba dando clases en la universidad, en la escuela de cine.
Pero la pregunta primordial debe ser: ¿por qué leer a Castaneda ahora? Yo diría que leerlo ahora o en otro momento es adecuado. Hay que leerlo porque sus libros son buenos. El cuate tiene una capacidad narrativa muy grande. La discusión siempre ha sido si escribió ficción o realidad. A él le interesaba mucho decir que era realidad. También le gustaba mucho enfatizar que era antropólogo. No se quitaba las credenciales por nada del mundo.
Las enseñanzas de don Juan le sirvió a Castaneda para presentar su tesis de licenciatura y le fue muy bien. Algunos en el medio académico lo cuestionaban, pero a él no le importaba; «que digan misa», decía. El medio literario lo recibió muy bien. Sus libros siguen siendo muy leídos porque son muy amenos, son sensacionales. Y sobre todo, Carlos Castaneda proponía la vida impecable. Una maravilla de expresión. Se me hace un principio rector importante. La idea de que la muerte viene detrás de uno es padrísima. Hay que tener cuidado con lo que se hace, antes de que te alcance la calaca.
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