“Ya son más de tres millones de muertos por COVID en el mundo” “Más de 100 muertos en ataques de Israel a Palestina” y muchos más titulares de esta naturaleza. Nos gusta redondear los números, pero todos aquellos que quedan fuera simplemente por esta necesidad aritmética, también tienen nombre y apellido, y seres queridos que sufren su pérdida.
Lo peligroso es que estamos reduciendo a la muerte a simples estadísticas. Podemos entender que esta frialdad responde a nuestro instinto de preservación, que nos ayuda a no identificarnos con ella y salir de la dinámica de tensión excesiva que vivimos en los últimos tiempos, no obstante, es notorio y preocupante porque al final de forma profunda, al negar la muerte nos negamos también la vida.
Toda cultura madre rindió culto a los muertos; vemos monumentos milenarios alrededor del mundo brindando homenaje a los que se fueron (pirámides, estatuas, recintos, etc.) y muchas tradiciones que hasta el día de hoy se procuran como el día de muertos en nuestro país y ritos funerarios ancestrales en muchas partes del mundo que siguen llevándose a cabo. Los cementerios eran ubicados a un lado de la iglesia en el centro del pueblo o la ciudad, honrando de esta manera a los difuntos. Además, las personas morían en casa siendo acompañados por sus seres queridos, cuando aún no había hospitales.
Vale la pena hacer un alto y reflexionar las consecuencias de la insensibilidad hacia los semejantes que hemos estado mostrando en estos últimos meses, pues, en la vida hemos de enfrentar la partida de seres queridos, y al negarte sentir lo incómodo, también lo haces con todo lo demás.
No queremos ser una humanidad insensible, desinteresada que solo pretenda sobrevivir, limitando su experiencia a los instintos más básicos.