P-ANTOLOGÍAS DE ESTAMPAS QUE RELATO (7. RELATO DEL HOTEL DE LIMA CON FUNI-CULAR)

Había otra vez, que mi amigo Herbert el millonario y excéntrico peruano, que cumpliría sus cuarenta años de vida, y yo ya tenía fácil unos 18 años de no saber de él, lo ubico y le hablo por teléfono.

Fue una gran emoción mutua.

-¿Dónde estás viviendo?, me pregunta.

-En Quito, le contesto

-Vente el fin de semana, vivo donde siempre, celebraré en grande mis 40 y será un regalo que me visites.

No me lo dijo dos veces. Yo tuve una gran amistad con Herbert cuando viví en Lima. Con él recorrimos todo el Perú, me enseñó su país de maravillas y nos empinábamos una botellita de whisky de vez en cuando. Es decir, éramos como hermanos.

Él era un acaudalado muchacho de exquisitos modales, propios de un príncipe. Hijo de un alemán con una dama de la sociedad limeña, que creció en sábanas de seda. Hablaba 4 idiomas y administraba la empresa familiar de equipo industrial para imprentas, que le dejaba muy buenos dividendos.

Total, bajo en el aeropuerto y me dirijo a su casa. Su señora madre me dice que me vaya al hotel (ni idea de cómo se llamaba) y me entrega un pase membretado con mi nombre y un número.

Me voy y me encuentro con que el hotel en pleno estaba apartado para la celebración de mi cuate. Me sale a recibir y aquella alegría de dos personas que realmente se tienen aprecio y mucho de no verse.

Me dice… “todo el hotel es para nosotros, la tarjeta que tienes es la llave de tu cuarto y en recepción pueden informarte como llegar. Haz lo que quieras. Bar, comedor, servicio a cuartos, piscina, saunas, todo se puede disfrutar. Yo estaré atendiendo a mis invitados y nos estaremos viendo con frecuencia. Ya mañana tendremos todo el tiempo del mundo … y llegan más invitados y me deja solo.

Yo no me sentí muy contento pues cada cuarto era independiente en una loma, todos separados y estaban intercomunicados por un funicular, y los invitados no eran necesariamente personas de alcurnia. Eran realmente facinerosos y antipáticos sofisticados. Eran a todas luces, homosexuales.

Susto, desilusión, temor, no sé cómo describir lo que sentí. Pero dije… ya estoy aquí, mi vuelo sale pasado mañana para regresar a Quito. Voy a estar conociendo este lugar sin meterme con nadie y trataré de hablar con Herbert para pedirle que me disculpe y que nos vemos mañana.

Doy un par de vueltas en funicular y conociendo el hotel, que no me pareció muy agradable, por cierto. Habría unas 50 personas regadas por todos lados. Todos en su mayoría hombres (bueno…) y algunas mujeres exóticas. Quise identificar si con alguna de ellas hacía clic, pero realmente era más mi cara de síndrome de fondillo horrorizado que de simpatía.

Busco a Herbert y al fin lo encuentro en plena algarabía con un par de parejas y lo aparto y le digo… Gerry, no me siento a gusto en tu fiesta, me has dado una sorpresa que nunca imaginé, pero no te estoy criticando a tí, sino que a mí, por cursi. Me gustaría irme pronto. Herber me agarra de la muñeca y me quita mi precioso reloj Cartier de oro y me dice “no te puedes ir, yo te devuelvo este hasta mañana”. Yo, desde luego que no quise hacer ningún espectáculo y opté por callar y buscar como escapar.

Habría pasado un par de horas cuando me aborda un muchacho muy seguro de sí mismo y me pregunta lo que se pregunta cuando se inicia una plática de identificación. Yo con cierta seriedad, ansiedad y cortesía le respondo, pero en eso me agarra de la mano y me dice “me gustas, desde que entraste te puse el ojo”. Yo realmente me sentí como que si estuviera viviendo una película de horror. Me sentía en absoluta desventaja y en medio de miles de diablos. No por prejuicio, sino porque la sensación que daba el ambiente era como un infierno alegre.

Yo me suelto de su agarrada con toda discreción y rápidamente le dije, “quieres tomar algo, te lo traigo”, y me contesta, – “no, yo te atiendo, tu eres invitado de peruanos… qué quieres beber?” .. “un planters punch, por favor, pero no, deja yo voy” le digo (a sabiendas que era un tanto entretenido para hacerse), pero me insiste y me dice “tú espérame aquí”, y sale haciendo toda una revuelta de coquetería antipática; bueno, para mí, porque no tenía ni había tenido nunca una vivencia de esa manera.

Yo aprovecho y con toda la agilidad de un gato queriendo huir de un perro, me escabullo y emprendo una búsqueda de cómo salir. No había un funicular al alcance, cuando aparece el “enamorado” personaje siguiéndome a la carrera, me tiro por la ladera de la montaña y logro llegar a un búngalo donde estaba el funicular y lo agarro para irme hacia la salida… y me salvo. Hui. Y volviendo al ejemplo del gato, me salvé como gato panza arriba.

Lógico, como nunca volví a ver a mi querido amigo peruano perdido por per-u-ano en su funi- cular, perdí mi Cartier y desde ese 1993 hasta hoy, no regresé más al Perú, que, aunque no volví a probar mis deliciosos anticuchos y los cebiches famosísimos en todo el mundo, gané una experiencia.

Tan tán.

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