Hace un año, la mayor parte de la humanidad ladraba por el encierro. Los cuadros de ansiedad y ataques de pánico se daban por racimos. Las masas extrañaban tanto el contacto con otras personas y las actividades propias de su vida “normal”, que comenzaron a perder la cordura. Mientras, los medios de comunicación oficiales -principales promotores del confinamiento y del miedo irracional, así como de la separación y la división entre los humanos-, romantizaban con los intentos de cercanía que realizaban familiares y amigos en distintas partes del mundo, e idealizaban los rencuentros posteriores mostrando “lo maravilloso que sería el mundo cuando todo esto terminara”. Sería, según ellos, como el despertar de una pesadilla, como un reencuentro muy especial, un renacer.
A un año de distancia me pregunto, ¿qué fue lo que pasó? ¿En dónde quedó la empatía que tanto se pregonaba? ¿Dónde está la necesidad del otro y todo el amor desbordado que se cacareaba? ¿Dónde quedaron la solidaridad, la compasión, la voluntad de servicio? O, ¿acaso todo fue una ilusión y realmente nunca existió?
Desde mi percepción, la humanidad no salió del encierro. Salió a la calle, pero se quedó atrapada dentro de la muralla que le construyó el sistema para nunca hacer un contacto real con su interior. Ahora predomina la sensación de que el otro representa un riesgo, tanto para su salud como su tranquilidad y bienestar. Las personas que usan todo el tiempo un trapo en la cara consideran un riesgo personal y colectivo a quienes no lo hacen, mientras que éstas creen que las personas que viven con miedo son más nocivas que cualquier virus. Ni hablar de la profunda división que han generado las autoridades al imponer la inyección como el remedio de todos los males. Aquellas personas que ejercen su derecho a no hacerlo son vistas como las responsables de los problemas de salud, económicos, sociales y hasta mentales del resto de la población mundial. Quien no se inyecta es tratado como el enemigo que atenta contra el bienestar del resto.
Pero si lo vemos desde otra perspectiva, el año pasado la humanidad tuvo la invaluable oportunidad de voltear hacia dentro que no tuvo en todo el siglo XX. Al quitarles la gran mayoría de distractores y encerrarlos en sus casas, comenzaron a emerger los fantasmas de su interior. Las heridas, los traumas, los asuntos sin resolver, las memorias de dolor y sufrimiento, y lo más doloroso: el tremendo vacío que provoca la ausencia de uno mismo.
Muy pocos aceptaron el reto de enfrentarlo, sanarlo y trascenderlo. Menos aún eligieron escuchar el llamado de su conciencia para ver la realidad de una vez por todas. Quienes lo hicieron, abrieron una puerta dolorosa y nada divertida, sí, pero absolutamente trascendente y liberadora. El resto – la mayoría-, solo se disoció de la realidad y se dedicó a alimentar la idea de que todo iría mejor cuando apareciera el remedio para matar bichos, tanto el chino como los que viven en su mente. De ahí que todo aquel que ponga en riesgo su frágil estabilidad, es el enemigo. O de manera más precisa: el mundo es el enemigo, ya que la humanidad está proyectando sus demonios interiores en todo lo que la rodea.
En términos generales, las personas se comportan de una manera más agresiva, menos tolerante. Están totalmente a la defensiva. El egoísmo se enquistó en sus mentes y la violencia surge a la menor provocación. La competencia es cada vez más cruel. Se cree que solo siendo el mejor se puede sobrevivir en un entorno tan hostil como el actual, donde el débil es devorado por los depredadores. Cada vez más personas se colocan en la posición de “ayudar a los demás”. Esta necesidad narcisista de aparentar ser “buena persona”, se enraizó en todo aquel que no es capaz de aceptar que es él quien necesita ayuda. Asumirse de esa manera, lo hace menos, lo pone en una posición de debilidad ante la tremenda competencia que demanda el entorno. Por ello busca situarse por encima de los demás ocupando un papel de altruista, especialista, magnánimo, especialista en algo, influencer o cualquier otra postura que le brinde la sensación de empoderamiento que anestesie el pobre concepto que tiene de sí mismo. Por eso vivimos en un mundo sobre informado, todo mundo cree que tiene algo importante que decir y necesita hacerse notar. Llamar la atención se convirtió en el deporte más practicado en el mundo. Tener una vida pública (falsa, superficial y patética en la mayoría de los casos), erradicó por completo el contacto con uno mismo, el autoconocimiento, el trabajo interior, la consecución de metas existenciales y trascendentes.
¿Has notado la agresividad con la que la gente conduce su automóvil? ¿Has notado el cinismo con el que una persona se mete en la fila donde otras personas esperan su turno formadas? ¿Has notado que las personas son cada vez más artificiales y pretenciosas? ¿Has notado como cada vez respetan menos cuando dices “no”? ¿Has notado como cada vez hay menos lealtad y complicidad, como te quieren imponer su forma de pensar o de interpretar la realidad? ¿Has notado cómo la gente se aferra cada vez más a sus creencias y se cierra a todo lo que ponga en riesgo su optimismo o su esperanza en un futuro mejor? Eso siempre ha existido, es cierto, pero nunca con la cínica intensidad y potencia de ahora. ¿No se supone que después del confinamiento todo sería puro amor entre los humanos?
En pocas palabras, la humanidad asumió la oscuridad. Se identificó tanto con ella que la hizo propia. La humanidad está viviendo la realidad que eligió, pero ni siquiera es capaz de hacerse responsable de ello. Todo ese espantoso futuro que se ve por delante, es posible gracias a que los seres humanos abrieron las puertas de su corazón a la oscuridad. Le permitieron que llenara el vacío de sí mismos y terminaron por renunciar a su esencia a cambio de esta cada vez más podrida vida mundana.
Hay quien entendió que el futuro en este plano es solo para quien quiera vivirlo, para quien se identifique con lo que el mundo le ofrece hoy, para quien renuncie a la libertad de ser y estar en el lugar al que pertenece. Quien alcanzó ese nivel de conciencia y vive en consecuencia, no puede evitar sentir dolor e incluso compasión al ver en lo que se convirtió el mundo y lo que viene por delante. Pero tiene la certeza de que la humanidad era libre para elegir y esto fue lo que eligió, por ende, nada queda por hacer más que concentrarse en lo que a cada quien le toca para liberarse del “Yo” falso que nos construyeron para identificarnos con lo que nos ofrece este plano, renunciar a todo aquello que arraiga a lo mundano y vivir en el amor para impedir que la oscuridad apague la luz del corazón.
No queda de otra que ser y dejar ser. Eso sí, no permitir el abuso y evitar participar de la violencia generalizada. Evitar juzgar y adoctrinar a quien eligió quedarse en este muladar. Podrá parecernos absurdo, pero todo ser vivo tiene derecho de decidir y quien vive en amor lo acepta, lo respeta y se concentra en conducirse de manera congruente con su esencia.
Resumiendo, ¿cuál es el futuro de la humanidad? El que ella misma eligió, en consciencia o no, pero eso no la salva de vivirlo y hacerse responsable de las consecuencias de sus decisiones u omisiones. Quien eligió desde la conciencia y lo sustenta con acciones, ya no tiene un lugar aquí porque renunció a la necesidad mundana de adaptarse a un entorno en tinieblas. Hoy más que nunca debes definirte y confiar en que ya falta poco. Ya no hay nada que este mundo pueda ofrecer a quien se niega a identificarse con la oscuridad.
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